El amor era incondicional, era sincero y de entrega total. Para todas era lo ideal, era algo bello y angelical.
Mis padres se casaron en su juventud, con esperanzas y con sonriente actitud. Mi madre su trabajo dejó, y mi padre de los gastos se encargó.
Mi madre me cuidó desde pequeña. Estábamos en casa, sin ningún problema. Mi padre siempre estaba fuera, y al llegar tenía la comida hecha.
Cuando mi padre se enfermaba, mi madre lo atendía. Le daba sus medicinas y las cobijas le tendía. Cuando mi madre enfermaba, mi padre salía. Dejar de trabajar no podía, eso era lo que él me decía.
Mi padre salía los fines de semana, con sus amigos, a tener breves charlas. Mi madre no dormía, preocupada, mientras en casa me arropaba.
Mi madre pedía permiso para salir con sus amigas, mas mi padre fuera no la quería. Su deber era el hogar, y fuera de este no tenía lugar.
Una vez vi a mi madre llorar, mientras tomaba el teléfono para a mi abuela llamar. Mi abuela firme con voz clara le dijo: “Perdónalo, él es tu marido”.
Hubo peleas y grandes enojos, mientras yo me ocultaba entre peluches rotos. Mi madre siempre lo perdonaba, a pesar de que él nunca escuchaba.
Pronto crecí y más entendí. Si alguien me pregunta, el amor no estaba ahí. No había rosas lo suficientemente hermosas, para yo poder creer en una mentira tan vergonzosa.
El amor incondicional, era unilateral. Sus actos sin consecuencias te harían sollozar, pero sin pensarlo te obligarían a olvidar.
Si eres hombre, la vida puedes gozar, gracias a un pronto perdonar. Si eres mujer, tu travesura te iba a costar, pues fácilmente en la calle ibas a terminar.
Había finales mucho peores, dignos para una película de horrores. Ella no se arriesgaría a uno de ellos, prefería ignorar, sobre amores, todo cuestionamiento.
Ella no sería incondicional,
ella no se dejaría torturar.
Si alguien le quería hacer mal,
no dudaría y le iba a echar.